«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

jueves, 17 de noviembre de 2011

Mi calle no es Oxford Street.

Mi calle no es Oxford Street. Ni tiene seis kilómetros de largo. Ni está en Londres. Ni alberga las tiendas más lujosas de Europa. Ni tiene autobuses de doble piso. Ni ve desfilar a tipos con bombín, portafolios, paraguas negro y traje gris.

Mi calle antes cantaba, alegre, a las siete de la tarde. Ahora calla. Por las aceras discurren, en silencio, niños y niñas, hombres y mujeres. Van juntos, cogidos de la mano, pero mudos. Nadie dice nada, nadie discute, nadie saluda con alborozo, antes bien con cierta pesadumbre.
Mi calle antes soportaba el paso de los coches. Percibía el chirriar de los frenazos exagerados, e inevitables, el rugir de sus motores, el roce de los neumáticos contra el asfalto. A las alturas ascendían los humos, a veces sucios y probablemente tóxicos. Benditos humos, benditos neumáticos, benditos motores, benditos frenazos exagerados. A veces se colapsaban los carriles y sonaban cláxones, molestos y agudos, graves y pertinaces, como la sequía. E incluso estallaba, incontenible, alguna alarma bancaria. Era la banda sonora, el telón de fondo de la vida del barrio.
Mi calle tiene escaparates con la misma luz de siempre. Las farolas también alumbran, pero no es lo mismo. No, no es como antes. Ni siquiera como al año pasado, cuando ya comenzaron a ponerse tristes. Es como si lloraran en silencio al caer la noche y sobrevenir las sombras.
Mi calle no tiene frío. Mediamos noviembre y no llega. No hace falta: lo llevamos dentro, como un copo de nieve que no se derrite. Alguien, sin avisar, nos lo inyectó en el alma. En un descuido colectivo. Con alevosía y premeditación.
A traición.
Mi calle vivió siempre la Navidad. Con jolgorio, con ilusión, con ganas. Ahora, aunque dobla ya la esquina, nadie quiere verla llegar. Quizá sería mejor que fuese febrero o mayo, meses anónimos, bien alejados de los villancicos, el turrón, las guirnaldas, el Niño Jesús, los regalos, Papá Noel y los Reyes Magos.
Mi calle irá a votar el 20-N. Sólo faltan tres días. Tiene colegio electoral propio, en un local de jubilados, junto a una sala de fiestas, menos bullanguera de lo habitual.  Aún no están las urnas, pero llegarán, seguro que sí. Avis sinistra mala. Puntuales. Como siempre. Nunca fallan.
Mi calle escucha por la radio los recortes que se avecinan. Imparables. Los anuncia el presunto ganador. El derrotado de antemano predica sobre los peligros que acarrea la victoria de su rival. Y viceversa. Pero ni uno ni otro, ni vencedor ni vencido, pegan un puñetazo sobre la mesa para gritar: “¡Tranquilos, no pasa nada. Saldremos adelante como sea!” Ninguno reparte esperanza, ni consuelo, ni futuro. Por encima de todas, majestuosa, olímpica, triunfadora, se yergue una palabra plural: recortes. El tembleque crece cuando bailan a su alrededor otros sustantivos que jamás alimentaron nuestras vidas: prima de riesgo - alguien llamó a una radio local para pedir su mano, la de la prima, obviamente -,  tasa de paro, impuestos, inflación, rescate, deuda, copago… crisis. 
Mi calle no es Oxford Street. Ni falta que hace. Mi calle, sólo es eso, una calle.
Que no la conviertan en una alcantarilla.
Herme Cerezo