«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

domingo, 4 de noviembre de 2012

El lenguaje de las estatuas de Josep Coll.

De pequeño, mientras mi padre se afanaba en buscar empleo y no lo encontraba, salía a pasear con él por las mañanas. Tendría yo dos o tres años y me empeñaba en que todos los días fuésemos a la Gran Vía Fernando el Católico de Valencia a visitar una estatua sedente. Se trataba de la figura del compositor Salvador Giner, esculpida en material blanco, granito o algo parecido, pero no puedo asegurarlo. La verdad es que de piedras no entiendo mucho, mejor nada.

Ahora, cincuenta años después, sé que la estatua que me subyugaba era obra del escultor Vicente Navarro Romero (Valencia, 1888 - Barcelona, 1978), pero para mí entonces aquello no era más que un señor sentado sobre su pedestal. Yo obligaba a mi padre a que me llevase todos los días, para ver si se había levantado de su asiento y se había marchado. Mi padre trataba de convencerme de lo contrario, de que el compositor era un monumento artificial y que de allí no se iba a mover nunca. Pero yo ignoraba sus pretextos y cada mañana me salía con la mía, aunque esos paseos, que me conducían hacia la estatua, suponían siempre la misma desilusión: Salvador Giner continuaba en su puesto, observando el tráfago de coches y viandantes, inasequible al frío, al calor y a las inefables palomas.


No sé qué relación puede guardar mi afición infantil con el cómic, pero lo bien cierto es que las estatuas que dibujaba Pep Coll (Barcelona 1923-1984) para TBO, siempre me llamaron la atención. Y ahora, gracias a la reedición de los almanaques y números extraordinarios de esta publicación, editada por Salvat, que está llevando a cabo Antoni Guiral, he podido recuperar algunas de aquellas imágenes, que se mantenían agazapadas en mi memoria, y que ahora han vuelto a aparecer.

Habitualmente, Coll dibujaba estatuas dedicadas a tipos de alcurnia, a próceres urbanos, que siempre exhibían el mentón levantado, orgulloso, la nariz al frente y los ojos cerrados. La suya era una posición de absoluta resolución, matizada con un puntito de gravedad y enjundia. Eran tipos muertos - eso parecían al menos -, que en la vida habían gozado de un notable prestigio intelectual o político. Bastones en una mano o fajines sobre sus abdómenes solemnes constituían pruebas irrefutables de su relevancia social. Siempre las situaba en enclaves tranquilos, parques amplios y despejados, parterres bien cuidados con árboles al fondo y, en ocasiones, con bancos para descansar en sus proximidades.

El dibujante barcelonés supo utilizarlas con maestría inigualable, consiguiendo despertar la sonrisa o la carcajada a través de la perplejidad que la actividad de sus estatuas despertaban. Normalmente, la primera viñeta recogía la figura tal cual era, con toda su pomposa naturalidad y absoluta quietud. A partir de ahí el guión se repetía y, alrededor del pedestal, sucedía algo que obligaba a la estatua a actuar. Unas veces ayudaban a detener un caco, otras veces recriminaban a algún empleado público porque no cumplía bien su cometido o, simplemente, saludaban a los paseantes que discurrían frente a ellas. Si las circunstancias lo requerían, la estatuas no dudaban en abandonar su pedestal y descender a tierra para cumplir su cometido. Finalizada su acción, recuperaban el punto de partida como si tal cosa. También había estatuas recalcitrantes, que permanecían impertérritas ante cualquier circunstancia que le pudiera afectar. A algunas, el calor les molestaba y se permitían el lujo de aligerar su vestimenta para paliar las altas temperaturas.

En fin, que el bueno de Pep Coll les sacó un rendimiento extraordinario a las estatuas, con esa mezcla de realismo mágico o surrealismo, que obligaba al lector a sumergirse a fondo en la escena para participar de la perplejidad a la que aludía antes y terminar desternillándose. Pienso que, incluso, creó un lenguaje gráfico propio para dar rienda suelta a su imaginación. Y la verdad es que, si algun vez una estatua me saluda o me hace gestos para que le atienda, no me va a extrañar en absoluto.

Ya lo creo que no. Faltaría más.

Herme Cerezo

Artículo publicado en EL KIOSCO DE DOLAN EL 13/03/2011.