«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

viernes, 24 de mayo de 2013

Tubular Bells, cuatro décadas de campanas.


Debía de ser en los albores de la primavera de 1974. Valencia, calle Santander. No recuerdo el número. Tampoco viene al caso. Por la tarde, después de las clases en el Juan de Garay. Casa de Juan Lagardera. Allí estamos José Luis García Trujillo, Paco Ortuño Requena, el dueño del piso y el que suscribe. Hijo de un violinista que tocó en teatros, óperas, iglesias y campos de fútbol bajo la complacencia del Generalísimo, me interesó la música desde muy pequeño como oyente. Quizá alguna vez quise aprender piano, pero se me antojó una apuesta muy pesada y la aparqué rápido. Mi especialidad era la clásica, pero había escuchado rock y pop y también me gustaban. Jillo, Paco y Lagardera sabían bastante de todo eso. Era el tiempo en que uno se compraba un elepé y otro se lo grababa en cinta de cassete para luego reproducirla en aparatos de escasa calidad sonora. Pero los que no teníamos un clavo entonces, ahora tampoco lo tenemos, por poco dinero nos poníamos al día. Era como la piratería informática, pero de otra forma, sin beneficios comerciales, sin vender nada. Solo hambre de música y de sonidos nuevos. 

Aquella tarde, Lagardera quiso picar mi curiosidad y en el estéreo puso un fragmento de ‘Pictures at an exhibition’, la versión de rock sinfónico que Emerson, Lake and Palmer hicieron de la obra del mismo título del dúo Mussorsky-Ravel. Sin terminar de entusiasmarme, me agradó. Cuando años más tarde escuché el original clásico en cedé, dirigido por Carlo Maria Giulini al frente de la Royal Concertgebouw Orchestra, me gustó mucho más. La tarde venía, en principio, dedicada a E, L&P, por eso el siguiente vinilo que giró en el plato fue ‘Tarkus’. Mucho sintetizador, mucho Hammond. Keith Emerson era todo un lujo para la época, pero no me dijo demasiado. Más bien poco. Luego pinchó ‘In the courth of de Crimson King’ de King Crimson, que no me hizo demasiado efecto. Me gustó más la carátula del álbum, bastante transgresora para estos lares en aquella época, que la música en sí. Ya para entonces, la atmósfera del comedor se había cargado un poco. La culpa fue no del cha-cha-cha, sino de los cigarrillos Fortuna, rubio, sin mentolar, cajetilla blanca y roja, de papel. Entre los estratos de humo blanco, Juan Lagardera extrajo un nuevo álbum. Distinto. Hasta la carátula era diferente a todo lo que había visto hasta entonces. Fondo azul, varios tonos, nubes blancas, el mar, en primer término una ola rompiendo contra la orilla de una playa y sobre el horizonte el dibujo, blanco, negro y plata de una campana tubular propia de una orquesta sinfónica pero retorcida hasta construir un triángulo inverosímil. Su título era ‘Tubular Bells’. Lo tocaba un tal Mike Oldfield del que jamás había oído hablar antes, cosa bastante normal para mi escaso bagaje rockero y popero de entonces. Lo había editado una compañía nada conocida: Virgin Records. El elepé comenzó a girar y las teclas de un piano desgranaron un tema reiterativo que, poco a poco, se enriquecía en intensidad y matices. Y, lo más importante y sorprendente era que, a pesar de las repeticiones, no cargaba el oído al que lo escuchaba. Luego aparecían, por riguroso turno, otros instrumentos en escena: campanitas, el bajo… y la cosa cambiaba para ganar en sonoridad y complejidad. Durante veinticinco minutos el comedor del piso de la calle Santander, cuyo número no importa, se convirtió en un santuario del pop sinfónico, en la caja de resonancia de una de las obras más bellas que había escuchado hasta aquella tarde y aún hasta hoy. Aquello era música clásica, una sinfonía, pero ¡del siglo XX! 
 
A partir de ahí, mi objetivo fue reunir doscientas sesenta y cinco pesetas que costaba la edición en cassete del ‘Tubular Bells’. Cuando las conseguí, las notas de la partitura de Oldfield se escucharon casi a diario en mi propia casa en un magnetófono Sanyo al que le había acoplado un altavoz-amplificador. La primera versión en vinilo que tuve procedía del ‘Mike Oldfield Boxed’, donde se incluía el ‘Tubular’ y adquirí la costumbre de que, antes de cada examen en la facultad, la escuchaba completa, como si se tratase de un mantra, un pequeño ritual que mantuve hasta el final de mi periplo universitario.

Algún tiempo después empezarían a llegar noticias sobre la peripecia que Oldfield vivió para editar su elepé. Mike Oldfield (Reading, 1953) se inició en la guitarra desde muy pequeño. Dejó la escuela a los catorce años y rodó con varias bandas por escenarios de segundo orden. Fue precisamente cuando se disolvió una de ellas, The Wole World, encabezada por Kevin Ayers, cuando el de Reading, con la ayuda de un pequeño magnetofón Bang&Olufsen, pudo dedicarse a la composición de su pieza, contando con la colaboración de su amigo David Bedford, otro antiguo miembro de la banda de Ayers. Como parecía que las cosas tenían que ponerse finalmente en su sitio, la aparición de Richard Branson, que andaba ansioso por constituir una discográfica, a la que llamaría Virgin Records, le permitió grabar su obra. Antes otras compañías, EMI, CBS o Harvest, le habían dado calabazas en sus pretensioness. Claro que Branson no fue demasiado generoso ya que, a través de su socio Simon Draper, le prestó el estudio durante solo siete días, en los que Oldfield, contra reloj, tocó más de veinte instrumentos en las sesiones de grabación de las que, según cuentan, extrajo más de dos mil cintas. En los trabajos de mezcla le ayudaron Simon Heyworth y Tom Newman. Finalmente, el 25 de mayo de 1973 ‘Tubular Bells’, cuya portada diseñó Trevor Key, que también diseñaría años más tarde la del ‘Tubular II’, salió a la venta. En junio del mismo año, ‘Tubular Bells’ hizo su puesta de largo en el Queen Elizabeth Hall de Londres. Para esta ocasión Mike Oldfiel contó con la colaboración y el apoyo de un buen montón de excelentes músicos: Mick Taylor, Steve HIllage, Fred Frith, Ted Speight, David Bedford, Kevin Ayers y Pierre Moerlen. El éxito fue absoluto y el público, puesto en pie, aplaudió a rabiar y pidió bises, algo especialmente interesante entre el público de las islas. Hasta hoy, son más de veinte los millones de copias vendidas del ‘Tubular’, lo que en su momento permitió a Richard Branson convertir a la Virgin en una de las mejores compañías discográficas del continente, instalando la primera de sus tiendas de venta al público en Oxford Street - tuve la enorme suerte de visitarla en el año 1979 - y llegando a gozar de uno de los mejores catálogos de música clásica conocidos, tanto por la calidad de sus obras como, sobre todo, por la de sus intérpretes. 

El ‘Tubular Bells’ se popularizó enormemente hasta tal punto que el director cinematográfico William Friedkin utilizó un corte de cuatro minutos para su película ‘El Exorcista’, basada en la novela del mismo título. Aunque parece que esto no terminó de gustarle a Oldfield, lo cierto es que contribuyó a la difusión de la partitura por los EE. UU. En la España de la televisión en blanco y negro, pudimos gozar de las campanas tubulares en la presentación del programa sabatino ‘Torneo’, presentado por Daniel Vindel, que vino a sustituir a ‘Cesta y puntos’, otro espacio cultural de enorme éxito en los últimos años de la época franquista. El video de la primera parte del 'Tubular' interpretado en estudio por Oldfield y acompañantes, llegó a la pequeña pantalla a través del programa 'Popgrama' que se emitía los miércoles, presentado por Carlos Tena, Moncho Alpuente, Ramón Trecet o Diego Manrique. Actualmente, el ‘Tubular’ es un politono relativamente frecuente en muchos teléfonos móviles que repican por nuestras calles a cualquier hora.


En fin que la aparición del ‘Tubular Bells’ significó toda una revolución en el mundo del pop de los años setenta. Sus cambios de ritmo, su riqueza, la cantidad de instrumentos que intervienen, la complejidad de su arquitectura sonora, convirtieron a la partitura en una obra de difícil catalogación para los esquemas musicales de la época y demostraron que era posible ejecutar música “no clásica” en una sola pieza, mucho mayor en extensión temporal que los cortes que se estilaban entonces, como una sinfonía en dos tiempos. Sus hermanos pequeños, ‘Tubular Bells II’ y ‘Tubular Bells III’, que llegaron después, especialmente el II, no hacen sino dar testimonio de la importancia de la obra compuesta por el músico de Reading hace hoy cuarenta años. ¡Larga vida al ‘Tubular Bells’!


Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI, 25/05/2013